La entrada de hoy es dedicada a una institución del lugar, jajajaj, bueno a un personaje que siempre lo hemos tenido y que muchas veces pasa inadvertido,su lugar desde que yo recuerde había sido la ermita del Santo, yo por lo menos siempre lo localizaba a la entrada de la ermita, pero desde hace unos meses su lugar esta en la parroquia, a la entrada delante de la primera pila para santiguarse, ahora también disponemos de dos pilas, son cambios que suceden y que al principio cuesta asimilarlos, pero con el tiempo pareciese que ocupaban ese lugar toda la vida.
Elijo esta hermosa figura para recordar un poema que cuando yo era un poco mas joven escuchaba en la radio, y que le ponían música y quedaba muy bien, un poco triste pero muy bien.
Bueno os dejo la imagen esperando os guste y ya sabeis:
Mañana mas.
EL
SEMINARISTA DE LOS OJOS NEGROS
Desde la
ventana de un casucho viejo
abierta en
verano, cerrada en invierno
por vidrios
verdosos y plomos espesos,
una
salmantina de rubio cabello
y ojos que
parecen pedazos de cielo,
mientas la
costura mezcla con el rezo,
ve todas las
tardes pasar en silencio
los
seminaristas que van de paseo.
Baja la
cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en
dos filas pausados y austeros,
sin más nota
alegre sobre el traje negro
que la beca
roja que ciñe su cuello,
y que por la
espalda casi roza el suelo.
Un
seminarista, entre todos ellos,
marcha
siempre erguido, con aire resuelto.
La negra
sotana dibuja su cuerpo
gallardo y
airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a
hurtadillas y con el recelo
de que sus
miradas observen los clérigos,
desde que en
la calle vislumbra a lo lejos
a la
salmantina de rubio cabello
la mira muy
fijo, con mirar intenso.
Y siempre
que pasa le deja el recuerdo
de aquella
mirada de sus ojos negros.
Monótono y
tardo va pasando el tiempo
y muere el
estío y el otoño luego,
y vienen las
tardes plomizas de invierno.
Desde la
ventana del casucho viejo
siempre sola
y triste; rezando y cosiendo
una
salmantina de rubio cabello
ve todas las
tardes pasar en silencio
los
seminaristas que van de paseo.
Pero no ve a
todos: ve solo a uno de ellos,
su
seminarista de los ojos negros;
cada vez que
pasa gallardo y esbelto,
observa la
niña que pide aquel cuerpo
marciales
arreos.
Cuando en
ella fija sus ojos abiertos
con vivas y
audaces miradas de fuego,
parece
decirla: —¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de
ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no
soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña
entonces se le oprime el pecho,
la labor
suspende y olvida los rezos,
y ya vive
sólo en su pensamiento
el
seminarista de los ojos negros.
En una
lluviosa mañana de inverno
la niña que
alegre saltaba del lecho,
oyó tristes
cánticos y fúnebres rezos;
por la
angosta calle pasaba un entierro.
Un
seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro,
llevaban en hombros el féretro,
con la beca
roja por cima cubierto,
y sobre la
beca, el bonete negro.
Con sus
voces roncas cantaban los clérigos
los
seminaristas iban en silencio
siempre en
dos filas hacia el cementerio
como por las
tardes al ir de paseo.
La niña
angustiada miraba el cortejo
los conoce a
todos a fuerza de verlos...
tan sólo,
tan sólo faltaba entre ellos...
el
seminarista de los ojos negros.
Corriendo
los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la
ventana del casucho viejo,
una pobre
anciana de blancos cabellos,
con la tez
rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la
costura mezcla con el rezo,
ve todas las
tardes pasar en silencio
los
seminaristas que van de paseo.
La labor
suspende, los mira, y al verlos
sus ojos
azules ya tristes y muertos
vierten
silenciosas lágrimas de hielo.
Sola, vieja
y triste, aún guarda el recuerdo
del
seminarista de los ojos negros...
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