Constitución apostólica Munificentíssimus Deus del papa
Pío XII
Otro antiquísimo escritor afirma:
«La gloriosísima Madre de Cristo, nuestro Dios y salvador, dador de la vida y de la
inmortalidad, por él es vivificada, con un cuerpo semejante al suyo en la
incorruptibilidad, ya que él la hizo salir del sepulcro y la elevó hacia sí
mismo, del modo que él solo conoce».
Todos estos argumentos y consideraciones de los santos Padres se
apoyan, como en su último fundamento, en la sagrada Escritura; ella, en efecto,
nos hace ver a la santa Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo divino y
solidaria siempre de su destino.
Y, sobre todo, hay que tener en cuenta que, ya desde el siglo
segundo, los santos Padres presentan a la Virgen María como la nueva Eva
asociada al nuevo Adán, íntimamente unida a él, aunque de modo subordinado, en
la lucha contra el enemigo infernal, lucha que, como se anuncia en el
protoevangelio, había de desembocar en una victoria absoluta sobre el pecado y
la muerte, dos realidades inseparables en los escritos del Apóstol de los
gentiles.
Por lo cual, así como la gloriosa resurrección de Cristo fue la
parte esencial y el último trofeo de esta victoria, así también la
participación que tuvo la santísima Virgen en esta lucha de su Hijo había de
concluir con la glorificación de su cuerpo virginal, ya que, como dice el mismo
Apóstol: Cuando esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la
palabra escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria».
Por todo ello, la augusta Madre de Dios, unida a Jesucristo de
modo arcano, desde toda la eternidad, por un mismo y único decreto de
predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina
maternidad, asociada generosamente a la obra del divino Redentor, que obtuvo un
pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, alcanzó finalmente, como
suprema coronación de todos sus privilegios, el ser preservada inmune de la
corrupción del sepulcro y, a imitación de su Hijo, vencida la muerte, ser
llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como
reina a la derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos (AAS
42, 1950, 760-762.767-769).
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