Recuerdo, oración, gratitud, esperanza
y sabiduría son las claves para vivir cristianamente esta jornada.
El 2 de noviembre es el día de la conmemoración de los fieles
difuntos. Nuestros cementerios y, sobre todo, nuestro recuerdo y nuestro
corazón se llenan de la memoria, de la oración y la ofrenda agradecidas y
emocionadas a nuestros familiares y amigos difuntos.
1.- El origen y expansión de esta conmemo
2.- La conmemoración litúrgica de los fieles difuntos es
complementaria de la solemnidad de Todos los Santos. Nuestro destino, una vez
atravesados con y por la gracia de Dios los caminos de la santidad, es el
cielo, la vida para siempre. Y su inexcusable puerta es la desaparición física
y terrena, la muerte.
3.- La muerte es, sin duda, alguna la realidad más dolorosa, más
misteriosa y, a la vez, más insoslayable de la condición humana. Como afirmara
un célebre filósofo alemán del siglo XX, "el hombre es un ser para la
muerte". En la antigüedad clásica, los epicúreos habían acuñado otra frase
similar: “Comamos y bebamos que mañana moriremos”.
4.- Sin embargo, desde la fe cristiana, el fatalismo y pesimismo
de esta afirmación existencialista y real del filósofo Martin Heidegger y de la
máxima epicúrea, se iluminan y se llenan de sentido. Dios, al encarnarse en
Jesucristo, no sólo ha asumido la muerte como etapa necesaria de la existencia
humana, sino que la ha transcendido, la ha vencido. Ha dado la respuesta que
esperaban y siguen esperando los siglos y la humanidad entera a nuestra
condición pasajera y caduca.
La muerte es dolorosa, sí, pero ya no es final del camino. No
vivimos para morir, sino que la muerte es la llave de la vida eterna, el clamor
más profundo y definitivo del hombre de todas las épocas, que lleva en lo más
profundo de su corazón el anhelo de la inmortalidad.
5.- En el Evangelio y en todo el Nuevo Testamento, encontramos
la luz y la respuesta a la muerte. Como el testimonio mismo de Jesucristo,
muerto y resucitado por y para nosotros. Como el testimonio de los milagros que
Jesús hizo devolviendo a la vida a algunas personas.
6.- Las vidas de los santos -de todos los santos: los conocidos
y los anónimos, nuestros santos de los altares y del pueblo- y su presencia tan
viva y tan real entre nosotros, a pesar de haber fallecido, corroboran este
dogma central del cristianismo que es la resurrección de la carne y la vida del
mundo futuro, a imagen de Jesucristo, muerto y resucitado.
7.- Por ello, el día de los Difuntos es ocasión para reflexionar
sobre la vida, para hallar, siquiera en el corazón, su verdadera sabiduría y
sentido, que son la sabiduría y el sentido del Dios que nos ama y nos salva y
cuya gloria es la Vida del hombre.
8.- El día de los Difuntos es igualmente tiempo para recordar
-volver a traer al corazón- la memoria de los difuntos de cada uno, de cada persona,
de cada familia, y para dar gracias a Dios por ellos. Así comprobaremos cómo
todavía viven, de algún modo, en nosotros mismos; para comprobar, que somos lo
que somos gracias, en alguna medida, a ellos; que ellos interceden desde el
cielo por nosotros y cómo tienen aún tanto que enseñarnos y ayudarnos.
9.- Por eso también, el día de los Difuntos es ocasión asimismo
para rezar por los difuntos. Escribía hace más de medio siglo el Papa Pío XII:
“Oh misterio insondable que la salvación de unos dependa de las oraciones y
voluntarias mortificaciones de otros”. La Palabra de Dios, ya desde el Antiguo
Testamento, nos recuerda que “es bueno y necesario rezar por los difuntos para
que encuentren su descanso eterno”.
10.- El día de los Difuntos es además una nueva y plástica
catequesis sobre los llamados “novísimos”: muerte, juicio y eternidad. Nos
recuerda el estadio intermedio a la gloria, al cielo: el purgatorio, y la
necesidad de rezar por nuestros hermanos (“las ánimas del purgatorio”) allí
presentes para que pronto purguen sus deficiencias y pasen al gozo eterno de la
visión de Dios.
Meses antes de fallecer, en junio de 1991, ya muy visitado por
la hermana enfermedad, el periodista, sacerdote, escritor y poeta José Luis
Martín Descalzo, escribió, con jirones de su propio cuerpo y de su propia alma,
estos versos bellísimos y tan cristianos sobre la muerte:
"Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas,
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz , la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura”.
Ecclesia
Digital
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